Osdije esta mañana que viajar en avión es una tortura. Hoy, sin embargo, me lo he pasado la mar de bien.
En la terminal II de Barajas veo un cura bajito con aire despistado en la cola de facturación. La cara me suena, pero no sabría precisar de qué. Me acerco por la espalda y le oigo hablar con una empleada de Air-Europa. Su voz me resulta inconfundible: es don Ricardo Blázquez, el que fue obispo de Bilbao y presidente de la Conferencia Episcopal.
―¿Le puedo ayudar, Don Ricardo?
―No sé. Es que yo voy a Roma, y me parece que me he equivocado de mostrador.
Resolvemos nuestros asuntos y, ya sin maletas, echamos una parrafada. Poco a poco va recordando que, hace muchos años, lo invité a una tertulia en el Colegio Mayor Somosierra.
―¿Sigues allí?
Le hablo de mi nuevo encargo y me da ánimos para el curso que empiezo en Canarias.
Camino de la zona de embarque, oigo una voz a mi espalda:
―¿No será usted don Enrique Monasterio?
―¿Se me nota mucho?
La vocecita pertenece a Olga, una chica la mar de simpática que va camino de Berlín con su madre a un concierto de Andrea Bocelli, que es el tenor de sus sueños.
No sé cómo me ha reconocido Olga, ya que no nos hemos visto nunca, pero si una chica mona te dice cosas tan agradables como “le sigo todos los días en su globo”, “estoy leyendo su último libro sobre la Pasión”, “me encantó el del belén…”, etc., pierdes la cabeza y hasta el sándwich de lomo que me ha preparado la administración.
Al fin me siento en un bar junto a la puerta de embarque y me lanzo sobre un bocadillo fósil de jamón y una caña de cerveza.
El espectáculo no ha hecho más que empezar. A ver si mañana lo cuento.
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