Murphy también falla
Alllegar al aeropuerto Reina Sofía, al sur de Tenerife, se produjo un inesperado milagro que necesito contar.
Los doscientos y pico pasajeros del vuelo de Iberia se situaron junto a la cinta transportadora de equipajes, atentos como aves rapaces a la espera de su presa. Yo me despedí de Gorda y Ángel, que no habían facturado nada y me puse también al acecho en primera fila.
No tuve que esperar ni un minuto. La cinta se movió de pronto y escupió una maleta azul, sólo una: la mía. Ni siquiera tuve que atraparla en marcha; se aproximó lentamente y se detuvo a mi vera. Me sentí avergonzado como un delincuente sorprendido in fraganti. La cogí ante la mirada incrédula de los demás viajeros. Alguien comenzó aplaudir y yo hice mutis por el foro saludando al respetable como un torero. Mis compañeros de viaje aún tuvieron que esperar diez minutos más para que se pusiera en marcha de nuevo el misterioso mecanismo.
Entre tanto, en el mostrador de Hertz, Ángel discutía acaloradamente con un empleado, mientras Gorda chateaba con su IPhone.
―¿Algún problema?
―Na, que reservé un Toledo y este tío me quiere dan un Fiat Punto, que es una...
Huí del campo de batalla. Ángel vociferaba como un rinoceronte enfurecido mientras el empleado de Hertz le llamaba “caballero”.
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