"El dedo de Dios" y el Teide
Habíaplaneado dedicar la tarde a estudiar, pero nada más instalarme en el escritorio suena el teléfono fijo.
―¿Enrique?
―Sí…
―A que no sabes quién soy.
―No. ¿Y tú, lo sabes?
Risas al otro lado del teléfono.
―Claro; ¡soy Moisés!
Hay nombres que no necesitan apellido. Y en realidad Moisés ni siquiera se llama así; Yo mismo le puse ese apodo, porque nos conocimos en un embalse y él estaba dentro del agua en medio de un carrizal apuntando con sus prismáticos a una pareja de somormujos. Además lucía una barba bíblica, negra como el carbón, que ya ha empezado a desteñirse.
Moisés es leonés, pero es un ornitómano impenitente que puede aparecer en cualquier sitio. Se casó con Idoia hace tres años, una mujer preciosa, con sentido del humor y tan inteligente que también se ha aficionado a las aves.
―¡Vístete de civil y nos vamos en busca del pinzón azul! ―me grita Moisés―.
―El caso es que me he dejado en Madrid los prismáticos. ¿Se puede saber qué haces aquí?
Al fin, el plan ha sido más sencillo. Hemos dado un largo paseo. Idoia ―que, por cierto, también llama Moisés a su marido― me cuenta que, al fin, “está esperando” y que será niño.
Lo celebramos en un bar de tapas.
―¿Y cómo lo vais a llamar?
―Yo quiero llamarle pinzón, pero ésta dice que si le pongo ese nombre, se divorcia.
―Y yo la apoyo.
―Entonces Moisito ―bromea él―.
Terminamos hablando del Teide.
―Un “dios” ―dice Moisés, que se confiesa panteísta en cuanto toma dos cervezas―.
―A mí me parece sólo un montecito, ¿verdad Idoia?
―Y encima tiene gases ―contesta―. No puede ser más humano.
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