Saturday, August 3, 2013




Ellatendría dieciocho o veinte años; él, algo más. Ella se situó en el asiento del centro, junto a mí, que ocupaba la ventanilla. Me miró sonriente y soltó un “¡hola!” la mar de campechana. Él, colocado junto al pasillo, al otro lado de su chica, no dijo nada.
Él vestía una camiseta de la NBA, un pantalón corto de color violeta y unas zapatillas rojas sin calcetines. Ella llevaba otra camiseta semejante y un pantalón mínimo. Los dos acarreaban una sola maleta pequeña. Al parecer, no habían facturado ninguna. Lo más probable es que no necesitasen más ropa que la puesta para sus vacaciones.
Él resultó llamarse Ángel, y era rollizo, lustroso, moreno y compacto como una salchicha de Frankfurt. En el antebrazo izquierdo lucía su nombre, tatuado con letras góticas, quizá para no olvidarlo. En el derecho, el tatuaje lo cubría todo, desde el hombro hasta la muñeca. Era un dibujo complejo, barroco, de difícil interpretación.
Ella se llamaba “Gorda”. Al menos ése era el único nombre que le daba siempre su singular pareja. Flaca no era, la verdad. No soy capaz de describirla porque traté de no fijarme demasiado. Solo sé decir que llevaba seis piercings en lugares visibles: uno en la nariz, dos al norte de cada oreja y otro en el belfo inferior. Por lo demás miraba con unos ojillos claros de niña sin malear.
Durante las tres horas que duró el vuelo, Gorda y Ángel hablaron (a todo volumen) de juegos de ordenador; de “cómo lo vamos a pasar, tío”; del coche que iban a alquilar, "que tiene mogollón de prestaciones”; de cómo se conocieron “en la calle” poco antes y descubrieron que “había química”; de la madre de Gorda, que “pasa de mí desde que está con Alberto”…
Y eso fue todo. Cuando el avión se internó en el océano, Gorda y Ángel comenzaron a juguetear sin el menor pudor a pesar de tener un cura como vecino. Sus expresiones amatorias eran ingenuas, impúdicas y rutinarias al mismo tiempo. No sé explicarlo mejor. Yo traté de moderarlas un poco entablando conversación con Gorda, pero fue inútil; pocas veces he tenido la impresión de estar tan lejos en el pensamiento y en el lenguaje de alguien tan cercano en el espacio.
Gorda y Ángel utilizaban veinte o treinta palabras para comunicarse, y la mitad son irreproducibles. Ya cerca de nuestro destino, Ángel declaró que él creía en todos los dioses “pa por si acaso”.
―Pero en los curas, no; y perdona, tío…
Perdoné a mi sobrino haciéndole saber que yo tampoco creía en los curas y que explicándole que creer en “todos los dioses” era creer muy poco. Mejor creer en un sólo Dios con mayúscula que está siempre a nuestro lado y espera que hablemos con Él.
―¿Lo ves? ―dijo entonces Gorda―.
No tuve tiempo de enterarme qué es lo que tenía que ver su amigo.
Tomamos tierra a las 13, 15, hora canaria y Ángel hizo la señal de la cruz.
―¿Pa por si acaso?
―¡A ver…!

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