Saturday, August 24, 2013



Charlaba con un buen amigo de mi tierra sobre lo que entonces era la primera preocupación de casi todo el mundo: el terrorismo, los nacionalismos excluyentes, el patriotismo, etc. Yo le hablaba de mi desconcierto ante el cambio de mentalidad que, en mi opinión, se había producido en algunos estratos sociales del País Vasco durante las últimas décadas y, sobre todo, ante la rabia y la crispación con que se defendían determinadas posturas los radicales.
―Me temo ―le dije― que estamos perdiendo hasta el sentido del humor.
Mi amigo, recién convertido a eso que ahora llaman “soberanismo”, parecía no tener muchos argumentos cuando se limitó a concluir:
―Para entender esto hay que vivir aquí.
Me dejé tentar por la ironía:
―Tienes razón; al llegar a la Meseta el cerebro se atrofia.
No sé si le pedí perdón por mi impertinencia; pero desde entonces he pensado muchas veces en la afirmación de mi amigo, y cada día estoy más persuadido precisamente de lo contrario: para entender algunas cosas hay que verlas desde lejos.
Hay una lejanía en el tiempo que es necesaria para que los árboles ―las noticias que nos agobian cada minuto― no nos impidan ver el bosque de la historia, y hay una lejanía en el espacio que ayuda a cobrar perspectiva, a situar cada acontecimiento en su sitio.
Escribo desde Tenerife, una isla preciosa y lejana. Enciendo la radio, pongo la tele, leo la prensa y casi todas las noticias son locales, de aquí mismo. Salgo a la calle, hablo con las gentes y veo que son amables, encantadores; hablan con una música dulce que sintoniza muy bien con la letra de lo que dicen. Yo sé que no estoy en el Paraíso, pero miro hacia la Península y no entiendo nada: no entiendo el odio de una masa de presuntos agraviados que insultan a una mujer que está en la UCI por un accidente de moto. Veo también el espectáculo de unos políticos que tratan de ensuciar el dolor de las víctimas de dos accidentes transformando la pena en rabia, en rencor y en guerra ideológica. Dicen que no quieren olvidar y parecen dispuestos a que la memoria alimente la lucha. Necesitan tensión, odio y más sangre.
¿Tendrá razón mi amigo cuando afirma que  hay que vivir allí para entenderlo? Creo que no. Quizá sea preciso vivir allí para contagiarse, pero desde lejos es más fácil diagnosticar la enfermedad, que en este caso es grave.
Dentro de unos días estaré de nuevo en Madrid. Y pido al Señor que me enseñe a ver las cosas a vista de pájaro aunque viva a ras de tierra. Dios, que está junto a nosotros de continuo, también nos contempla así desde lo alto del Cielo, con una mirada penetrante y llena de compasión.
 
 
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