Arona es un pueblo de juguete. Al menos el barrio en el que me muevo. Las calles son estrechas y tan limpias que dan ganas de pasear en zapatillas como en el salón de casa. Las fachadas, relucen como una casa de muñecas recién pintada. El bar más cercano se llama “jardín canario”, y lo es, en efecto. Un “jardín” que está dentro y fuera del local con mismos muebles, todo pulcro y aseado.
Mi habitación de Los Roques tiene salida independiente a la calle, y he decidido trasnochar un poco. Que nadie se alarme; no hay “locales de ocio” en Arona, pero, cuando el sol se pone, entra una brisa fresca en el pueblo que invita al paseo.
―Buenas noches, padre.
El paisano que me saluda camina pegado a la pared para no perder el equilibrio. Va un poquito achispado, desde luego; pero es sábado y su mujer, que a lo mejor se llama Candelaria, lo comprenderá.
―Muy buenas, amigo.
No hay coches a la vista. El mío, estacionado en la calle González del Yerro, forma parte del mobiliario.
De pronto se oye el repique de unas campanas, las de la iglesia de San Antonio Abad donde pasado mañana predicaré un retiro y celebraré la Santa Misa. Es extraño que suenen a estas horas, y, por si acaso, me acerco a la parroquia. Como es natural, está cerrada a cal y canto. Parece que son campanas sin campanero, que se rebelan de vez en cuando.
En el pequeño parterre que hay frente a la entrada, dos chicos y tres chicas, sentados en el suelo, fuman con aire clandestino un paquete de Malboro frente a un botellón de cerveza “Tropical”.
Me cuentan que Juan Francisco, el Párroco, está en Roma “de vacaciones” y que dentro de unos días vendrá un cura nuevo llamado Emiliano, que es “más viejo que el padre Juanfran”.
―¿Y vais a Misa?
―A veces…
Me ofrecen un pitillo y casi he estado a punto de aceptarlo.
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