Queridísima María:
Hace tres meses te llamé Estrella aquí para no descubrir tu verdadero nombre. Estabas muy enferma y me telefoneaste porque querías estar bien preparada antes de “dar el salto”:
―Sé que me moriré pronto ―dijiste con una medio sonrisa―, aunque quién sabe…
Yo era el cura de tu cole cuando te vi la primera vez. Eras una rubia preciosa, muy simpática y suficientemente presumida. Se te daban bien los chicos, por supuesto; pero tú sabías muy bien lo que querías.
Una tarde, años más tarde, apareciste con tu novio para decir que te casabas a pesar de que los médicos ya habían dictado sentencia: tenías un cáncer muy extendido y el pronóstico era malo.
El tratamiento fue duro y Dios premió tu fortaleza dándote un marido valiente, recio y enamorado, que te ha cuidado durante doce años hasta el final.
En nuestro último encuentro, te dije que pidieras al Señor un milagro y contestaste que sí: que pedías el milagro de tu conversión y el de toda tu familia. Tu vida te importaba menos. Si acaso, por tu marido, que se desvivía porque estuvieras a gusto, sin dolores.
Estaba anocheciendo. Rezamos juntos y me costó salir de tu casa. Desde entonces me he acordado cada día de rezar por mi niña rubia de Aldeafuente.
Hoy me ha llamado tu hermana para pedirme que oficie tu funeral. Con gusto habría tirado a la basura toda mi agenda: los cursos de retiro en Madrid y en Canarias, los viajes previstos...
Me consuela pensar que, desde el Cielo, me echarás una mano. Necesito un puñado de milagros como esos que tú pedías al Señor.
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