Esa es la distancia que hay entre Madrid y Las Palmas. Igual que entre Madrid y Praga.
La Gran Canaria me recibe mejor que la última vez. En octubre llovía a mares y hacía un calor sofocante. Ahora es primavera y me propongo comprobarlo de vez en cuando haciendo alguna escapada a los bosques donde aún reside el pinzón azul.
El comienzo del viaje fue interesante. En el bar de Barajas, donde di cuenta del bocata fósil y una caña, se me acercó un extraño personaje, calvo en lo más alto de su azotea y con un moño rubio en la nuca.
―¿Puedo utilizar esta silla? ―me preguntó en un trabajoso castellano―.
Supuse que se la quería llevar a otra mesa, pero no. Se sentó frente a mí, me miró a los ojos y me interrogó:
―¿Usted es sacerdote católico?
―Sí…
―¿Y tiene el poder de perdonar los pecados?
―Es Jesucristo quien perdona ―le respondí―; el sacerdote lo hace en su nombre.
―¿Todos los pecados? ¿También la hechicería?
No me dio tiempo a responder. Soltó una leve y civilizada carcajada, cogió la silla y se incorporó a un grupo de bebedores de cerveza que había a pocos metros. Todos lucían enormes tatuajes en los brazos. Una de las chicas llevaba además diez piercings (los conté) en una sola oreja. Supongo que dormirá del otro lado.
No dejaron de mirarme y hacer comentarios durante los siguientes minutos. Probablemente pensaban con razón que el raro era yo.
La última anécdota destacable me ocurrió después de recoger la maleta en el aeropuerto de Las Palmas. Había alquilado un coche desde Madrid y fui al correspondiente mostrador para ultimar la gestión y recoger la llave.
La empleada estaba muy nerviosa.
―Gracias a Dios es usted el último ―me dijo―. No puedo más. ¡Caramba, se llama Monasterio! Es un apellido muy adecuado para un sacerdote.
―Ya se lo diré al resto de mi familia. A lo mejor se lo piensa alguno y se hace cura también…
―Le advierto ―respondió sonriente― que me encantan los sacerdotes; soy catequista en la parroquia de Vecindario y mañana tengo que ir para preparar a los niños que van a hacer la Primera Comunión.
Diez minutos después, cerraba la oficina y me acompañaba a buscar mi coche no sin hacerme una rebaja más bien simbólica en el precio final.
―¿Y qué libro me puede aconsejar?
Le regalé el que llevaba en la mochila.
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