Saturday, May 4, 2013





Se llama picogordo, en efecto. ¿Cómo lo has adivinado? 
Lanoche fue del autillo, que conversaba con una pareja lejana.
Me despertó el grito aflautado de una oropéndola que venía a desayunar. A los pocos minutos, ya eran tres o cuatro. Me asomé a la ventana y pude vislumbrarlas como relámpagos amarillos sobre el fondo verde del arbolado.
El cuco madrugó poco. Eran ya las diez cuando empezó a marcar su territorio.
El cuco siempre parece que está más lejos: las dos notas de su canto tienen una especie de eco engañoso que distancia el sonido del que lo oye. Yo hoy he mirado hacia arriba, sobre mi cabeza, y allí estaba, acostado sobre la rama de un falso plátano.
Los jilgueros ya formaron sus parejas y han empezado a construir sus nidos. En Molinoviejo hay centenares. Igual que verdecillos, verderones, pinzones y otros fringílidos.
A las doce y media una bandada invisible de abejarucos cruzó la finca de sur a norte con su rítmico silbo estremecido.
La orquesta ya estaba completa. Sólo faltaba el solista del atardecer. Aún no tenía a punto su garganta, pero a las diez de la noche le oí a través de la ventana. Su trino es inconfundible y poderoso.
―Ya está aquí el rey del jardín ―me dije―. Ha venido el ruiseñor a tiempo de poner orden en esta extraña primavera.
Empecé a preparar la maleta. No es justo, pero mañana vuelvo a Madrid.
 
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