De vez en cuando pone algún comentario en el globo un ilustre jurista y amigo que firma Como "Viator Iens". Hoy me envía este escrito para el Viernes Santo. No me he atrevido a tocar ni una coma.
FERIA VI IN PARASCEVE.Passio secundum Ioannem. (Io 19, 14-15)Pilatus dicit Iudaeis: Ecce rex vester. Illi autem clamabant: “Tolle, tolle, crucifige eum.” Dixit eis Pilatus: “Regem vestrum crucifigam?" Responderunt Pontifices: “Non habemus regem nisi Caesarem.”
De entre todas las de los hermanos, la mía ―Dios me la quiso dar potente― fue la que resonó con más fuerza aquel día en las paredes del Gabbatha. Gritábamos para que el romano hiciese auténtica justicia. Clamábamos porque era preciso castigar la blasfemia del Nazareno y también -los maestros nos lo habían explicado con toda claridad- porque lo que predicaba era la ruina de Israel.
Sin embargo, yo no grité sólo por eso. Yo había oído hablar a aquel hombre una vez y había sentido miedo. Me habló a mí. A mí, que estaba medio oculto detrás del cercado. A mí, que no tenía nada que ver con Él ni con ninguno de los suyos. Me miró por encima de todos los demás y me pidió que me apartase de las cosas que hasta entonces me habían proporcionado algo de felicidad. Me explicó toda aquella locura suya de amor y de exigencias. Me propuso renuncias, donación, entrega a los demás. Y tuve miedo. Tanto que no pude soportarlo. Por eso aquella mañana bramé con la esperanza de que mi voz unida a la de los hermanos borrase para siempre su recuerdo. Yo quería que le taparan la boca de una vez y así poder olvidar tanta necedad, que todo volviera a ser como antes. Y a punto estuve de conseguirlo. Lo mataron. Lo maté.
Días después de todo aquello, para no contaminarme, evité con cuidado la sombra de una estatua de Augusto a la que estaban sacrificando los sacerdotes de los romanos, y mirando de soslayo sus libaciones recordé con extraña claridad lo que al final habían respondido los rabinos al gobernador aquella mañana en el Gabbatha. Comprendí que si no había reparado antes en aquello había sido porque aquella mañana algose me había trepado a la garganta como una serpiente. ¿Cómo habían podido proclamar los rabinos que no tenemos más Rey que el yerno de aquel ante cuya estatua de mármol, fría y muerta, se quemaba incienso y se decían oraciones impías?
En ese momento mi alma se conmovió tan de dentro que desde entonces albergo la idea loca de que el trono del Rey Eterno de Israel pudo ser un leño pelado y me descubro muchos días ansiando que el Nazareno vuelva a mirarme.
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