Como estoy solo en la casa antigua de Molinoviejo, me siento junto a la chimenea de la sala de estar para alejarme lo más posible de la televisión. Ahora el Señor está muy cerca, al otro lado del tabique.
Me acerco a mi habitación y cojo un par de poemarios que traje para estos días: “el libro de la Pasión”, la obra maestra de José Miguel Ibáñez Langlois, y “Casa propia”, de Enrique G-M.
Apenas he podido terminar un poema de la Pasión: salieron a la noche, a la inmensa, la dulce, la pavorosa noche. El poeta habla de Getsemaní mientras al otro lado de la ventana sopla un viento negro que agita los grandes pinos del jardín.
Me levanto y abro la puerta que comunica el cuarto de estar con el oratorio. Necesito sentir la vecindad de ese Dios escondido, que nos pide compañía. Hablamos en voz alta ―yo desde la chimenea, Él desde el Sagrario― del Papa que va venir. En el periódico hay una lista de “papables”.
―¿Cuál es tu candidato? ―le pregunto―.
Venzo la tentación de cerrar los ojos y apuntar con el dedo al azar a ver qué pasa.
Son casi las 12 de la noche. Colgaré esto en el globo antes de que termine el día.
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