Aquellas otras “sedes vacantes” (1)
El 6 de agosto de 1978 era domingo. El Santo Padre Pablo VI había suspendido el tradicional rezo del Ángelus con los fieles que nos agolpábamos en la pequeña plaza de Castelgandolfo. Todos sabíamos que estaba muy enfermo y a nadie sorprendió la noticia de su muerte al caer la tarde.
Yo merendaba con unos amigos a unos cientos de metros de la Villa Pontificia cuando oímos las campanas que anunciaban su fallecimiento. Allí mismo rezamos un responso por su eterno descanso.
Pablo VI había sido un gran Papa. Tomó el gobierno de la Iglesia en un momento difícil, con un Concilio que no acababa de encontrar su camino y un mundo lleno de miedos y contradicciones. El viento marxista del Este avanzaba imparable y su ideología atea se filtraba por las grietas del naciente estado del bienestar, mientras el viento del Oeste, hedonista y sucio, comenzaba a corroer las raíces cristianas de la vieja Europa.
Pablo VI reordenó el Concilio y lo llevó a término en 1965. Su magisterio fue rico y fecundo, y fue enorme su tarea como Pastor y como referente moral en el mundo entero.
Sus últimos años fueron particularmente duros. El Papa estaba triste. Llegó a decir aquella terrible frase: “el humo de Satanás ha entrado en la Iglesia”, y desde el balcón de Castelgandolfo pidió al Señor más de una vez que se lo llevara.
La sede vacante fue dura. Rezamos mucho porque sabíamos que el siguiente Papa sería mártir desde el primer día. El ánimo de los hombres de Iglesia ―cardenales, obispos, sacerdotes― oscilaba entre el temor y la Esperanza.
También Albino Luciani tenía miedo. Lo dijo unos días antes de ser elegido Papa con el nombre de Juan Pablo I.
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