Hoy, Jueves Santo, el Señor se despidió de su Madre en el Cenáculo. ¿Cómo fue ese momento? Nuestra amiga Cordelia no ha podido contenerse y me ha escrito este bellísimo pasaje
Después de la cena, la Madre recogía junto a las otras mujeres. Ella era la única que había entendido aquello de "esto es Mi Cuerpo, ésta es Mi Sangre...". Había recibido a Su Hijo con la misma entrega, sencilla pero total, de treinta y pico años atrás. Y ahora, mientras sus manos trabajaban de forma automática, ponderaba estas cosas en su corazón.
Oyó pasos tras ella. No necesitaba mirar para saber que era Él. Unas manos fuertes se apoyaron en sus hombros, y un beso aterrizó en su coronilla, igual que tantas veces Ella había besado la del Niño.
―Es hora ―dijo son moverse.
―Es hora, Madre ―confirmó la voz amada.
Sintió una espada atravesar su corazón de madre. Se volvió, manteniendo la angustia lejos de su rostro, aunque bien sabía que su Hijo veía en su interior. Dos miradas idénticas, de color miel, se encontraron y se hablaron sin palabras. Ella miró durante un largo instante el rostro de Jesús, como queriendo grabar en su memoria para siempre los rasgos serenos, amables, hermosos, antes de que fueran desfigurados en la tortura. Abrazó a Jesús, y parpadeó para desterrar unas lágrimas traidoras que amenazaban con desbordarse.
Después, con una sonrisa henchida de dolor, le besó en la frente y le dijo:
―Ve, pues, Hijo. Ve con Dios.
―Queda con Dios, Madre.
Se quedó mirando la espalda de su Hijo hasta que salió del Cenáculo. Y después se marchó a la cocina, para que nadie la viera llorar.
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