La primavera ha llegado.
Trae un viento huracanado.
Eso, por la mañana. Poco a poco va amainando el temporal y por unos instantes vemos el cielo azul y un sol frío y redondo que hace bajar aún más la temperatura.
Por la tarde voy a la ermita y me quedo un rato junto a la Virgen. Estoy solo y me entran ganas de hablar con mi Madre en voz alta. Tengo algunos encargos que hacerle, y los he ido dejando para el último día.
En éstas estoy cuando oigo pasos al otro lado de la puerta. Entra uno de los asistentes al retiro que predica Luis en la residencia. Ha debido oír algo porque me pregunta:
―¿Está solo?
―Ya ves…
Dice que viene a rezar una salve, pero que no se acuerda “de la letra”.
―¿Y de la música?
Sonríe el buen hombre.
―Me la sé en latín, que es como la cantamos en el pueblo; pero en español no me sale.
―Pues ya tienes un buen propósito para estos días: aprenderte la salve en castellano.
Sentado frente a la imagen de la Señora, me cuenta algunas cosas más personales que no debo reproducir.
Al terminar, y antes de marcharse, nos ponemos los dos en pie. Él recita la Salve en un latín macarrónico y yo hago la traducción simultánea al castellano.
―Para que la Virgen me entienda ―apostilla en broma―.
Empieza a anochecer y hace un frío pelón.
La primavera ha venido
¿Dónde diablos se ha metido?
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