Querido Balduino (*), Majestad.
Ya sé que no son formas de dirigirme a un rey, pero es que me hace mucha ilusión tutearte, y me consta que en el Cielo no os preocupan demasiado los protocolos que gastamos en la tierra. Tú, además, al marcharte de este mundo, te convertiste en amigo íntimo de quienes te conocimos y apreciamos aquí abajo aunque sólo fuera por la prensa o la televisión. Muchos ciudadanos de tu reino y otros que no lo son conversan contigo todavía gracias al watshapp infalible de la oración.
Bélgica es un país pequeño con una historia grande y una cultura admirable. Es la patria de detectives geniales como Maigret y Hercules Poirot, de aventureros como Tintin, su perro Milú y los Pitufos. Habéis tenido grandes artistas, como el genial cantante Jacques Brel y santos como Damián de Molokai. Yo confío en que, dentro de pocos años, se añada tu nombre a ese amplio elenco de bienaventurados.
Te hemos recordado mucho estos días, querido Balduino. Has vuelto a salir en la prensa con motivo de la despedida de tu hermano Alberto, que renunció al trono por sorpresa en el mes de julio. Los medios, para ilustrar la noticia, tiraron de archivo y recordaron aquella otra abdicación de ida y vuelta que tú protagonizaste el 3 de abril de 1990 y que duró 44 horas.
Fue sólo un gesto, de acuerdo; pero tan estruendoso que estremeció la conciencia de esta Europa banal y sin principios que parece haber olvidado sus raíces y sólo piensa en la pasta.
Recordémoslo una vez más. El Parlamento belga había aprobado una ley que despenalizaba en parte el crimen del aborto; pero para que la norma entrase en vigor era precisa la sanción real. Sólo faltaba una firma, una firmita de nada, la tuya, y, a juzgar por las crónicas, daba la impresión de que no tenías alternativa; la voluntad popular había hablado y la rúbrica del rey debía ser puro trámite.
Te recuerdo ahora como eras entonces; parecías ―perdóname― poquita cosa, un ser insignificante. Nada que ver con los reyes y príncipes glamurosos que llenan las portadas de las revistas del corazón. Con tu aspecto serio, tus gafas vulgares de maestro de escuela y tus ademanes de hombre aparentemente tímido, ¿quién podía sospechar que serías capaz de decir “no” con tanta energía?
Explicaste entonces que, en conciencia, no podías refrendar una ley que iba en contra de los principios más sagrados que están en la base de la civilización occidental. Y a los que sostenían que tenías obligación constitucional de estampar tu firma, respondiste que tu mano no era un tampón. Ninguna ley podría obligarte a actuar contra tu conciencia.
Una parte de los políticos europeos y la prensa más radical te pidió entonces que abdicaras. Si no eras capaz de cumplir con la constitución por un “escrúpulo religioso”, no pintabas nada en esta nueva Europa, laicista, sin más principios morales que los que dictara en cada momento el consenso de los parlamentos.
Y volviste a decir “no”. Tampoco estabas dispuesto a huir. Escaparse habría sido demasiado cómodo, pero no podías traicionar a tu pueblo ni dar la espalda a tu vocación. Sabías que Dios te había elegido para ser santo en medio del mundo y defender, desde el lugar que te había reservado la historia, unos principios éticos sin los cuales el mundo se iría a pique.
Y abdicaste sólo por unas horas, las justas para que otro ratificara aquella ley inicua. Dos días después, el Parlamento no tuvo más remedio que aceptar tu regreso, porque eras el político europeo más querido por la inmensa mayoría de los ciudadanos.
Lo cierto es que, cuando falleciste, toda Bélgica se sintió removida, y en el mundo entero miles personas corrientes que nada tenían que ver con Bélgica acudieron en masa a las embajadas de tu país para firmar en los libros de pésame.
Y hasta los defensores sinceros del aborto libre y los republicanos belgas tuvieron la gallardía de reconocer que fuiste más que un Rey, un hombre de una pieza.
(*) Balduino de Bélgica (Baudouin Albert Charles Léopold Axel Marie Gustave; Laeken, 1930 – Motril, 1993) fue el quinto rey de los belgas, entre 1951, y 1993. No tuvo hijos y le sucedió su hermano, Alberto II. El pasado 31 de julio se cumplieron 20 años de su muerte,