Lo cuenta el Evangelio de la Misa de hoy.
Caminaba Jesús con los suyos por las afueras de Naím. Iban los doce apóstoles, un grupo de discípulos y las santas mujeres. Era, sin discusión, la caravana más alegre de todo Israel. De vez en cuando alguien entonaba una canción para amenizar la marcha, o contaban chistes para que todos ―también Jesús y María― rieran a carcajadas.
De pronto, en dirección contraria, apareció otra caravana, un cortejo fúnebre sin más música que el llanto ruidoso de las plañideras. Sólo una mujer lloraba en silencio. Estaba en el centro mismo del séquito, y había tomado entre sus manos las de su hijo muerto, que descansaba sobre unas parihuelas de madera.
Las risas y las canciones se apagaron bruscamente. Jesús se acercó a la mujer. Ella no lo conocía y tampoco le pidió nada. El Señor no le invitó a manifestar su fe. Sólo dijo dos palabras antes de resucitar al muchacho:
―No llores.
Cuenta San Lucas que aquel llanto conmovió al Señor. ¡Poder de las lágrimas! Siempre se ha dicho que son el arma más poderosa de las mujeres porque los hombres nos quedamos indefensos ante ellas. Y Jesús, también en eso, es perfectus Homo.
Hoy he pedido al Señor que me conceda a mí también el don de lágrimas, que perdí hace tanto tiempo.
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