Son las seis y media de la tarde y empiezo la tercera clase del día. He explicado tantas veces esta asignatura y la he meditado desde hace tantos años que hasta me permito el lujo de exponer opiniones personales confrontándome vanidosamente con “otros” ilustres teólogos. Las alumnas atienden sin pestañear durante cuarenta y cinco minutos, y, por momentos, tengo la impresión de ser un director de orquesta capaz de arrancar una sonrisa en el segundo preciso o de mover al unísono los bolígrafos de las que toman notas.
Al acabar ―siempre lo hago con una broma― rezo un avemaría mirando a la imagen que hay en la pared, pero estoy distraído; pienso en las tres clases de mañana, en como ordenar lo mucho que aún me queda por exponer.
Camino del confesonario paso por mi despacho para dejar los papeles y beber un vaso de agua. Me siento tontamente satisfecho.
Junto al escritorio hay una imagen de la Virgen muy pequeña. La saludo como siempre, y de pronto me entra una vergüenza de tamaño regular al comprobar que estoy feliz como un pavo real. Y recuerdo aquel punto de Camino ―el más breve de todos― que sólo tiene cuatro palabras: ¿Tú..., soberbia? —¿De qué? Como es el punto 600, hace años lo pegué en el salpicadero del 600 que manejaba por entonces, para recordar a mi bólido que no debía jugar a ser Ferrari, y para recordarme a mí que estaba muy lejos de parecerme a Fitipaldi.
Voy hacia el confesonario. El día ha resultado húmedo y, al cruzar el patio, compruebo que una llovizna aún más fina que el sirimiri de mi tierra revolotea en el aire y me refresca la sesera.
PD. Esto ha quedado demasiado "personal". Por tanto no admitiré muchos comentarios.
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