Tuesday, June 11, 2013

Para mi supersobrino Iker, en el día de su Primera Comunión



―Éraseuna vez…
―Así que le vas a contar un cuento.
―No, Kloster, no. Iker ya es demasiado mayor para leer cuentos y a mí últimamente no se me ocurre ninguno. Voy a contarle una pequeña historia que ocurrió de verdad hace doce años y que hasta ahora no he contado a nadie. Es mi regalo para el día de su Primera Comunión, ya que yo no podré estar con él ese sábado.
La verdad es que los curas tenemos muchas anécdotas preciosas en la memoria que no siempre podemos contar. En este caso, disimularé un poco cambiando los nombres de las personas y algún otro detalle. Así parecerá casi un cuento. 
Por tanto, volvamos a empezar. Erase una vez... 

...Era un señor de unos cuarenta años, gordito, pequeño y nervioso, de nombre Juan,  que llamó una mañana a la puerta de mi casa.
―Perdone ―dijo a la chica que le abrió―; me han dicho que aquí vive un sacerdote. 
Le contestaron que sí y a los pocos minutos aparecí yo, que ese día andaba un lumbago tremendo y no había podido ir al colegio.
Juan estaba muy pálido y serio. Le temblaban las manos y en algún momento parecía que se iba a echar a llorar:
―No sé rezar ―dijo por fin―. ¿Podría enseñarme, por favor? Hace muchos años yo sabía algunas oraciones, pero he tratado de recordarlas y no consigo decir ninguna entera. Sólo ave María Purísima, sin pecado concebida; pero no sé lo que quiere decir.
Al fin me contó su historia entera empezando por el final. Acababa de estar con el médico, y le habían dicho que tenía una enfermedad muy rara, incurable y mortal. Podrían tratarle para aliviar los síntomas y retrasar el proceso, pero no había nada que hacer.
―Me han dicho que quizá dure unos meses; un año a lo sumo. Y yo nunca he hablado con Dios de estas cosas ni de nada.
Añadió que aún no lo había contado en casa. Su mujer ―creo que se llamaba Laura― sabía que le tenían que hacer algunas pruebas, pero nada más. Y su hija, Belén(de ese nombre sí que me acuerdo) sólo tenía 8 años y se estaba preparando para hacer la Primera Comunión.
―La hace la semana que viene y lleva dándome la matraca desde hace meses para que yo haga “mi segunda comunión”. Dice que me tengo que poner guapo y confesarme antes porque según ella tengo muchos pecados. Que se lo ha pedido a Jesús y que está segura de que lo logrará.
Al llegar a ese momento de la historia casi se me echa a llorar.
―¿De verdad sería la segunda comunión? ―le pregunté―.
―Sí. No he vuelto a Misa desde entonces. Siempre he dicho que no creo en Dios, pero ahora no sé qué pensar.
Después de una larga charla, le regalé un folleto de oraciones para que se las fuera aprendiendo, le expliqué lo fácil que resulta confesarse y lo a gusto que se queda uno cuando uno lo cuenta todo y pide perdón a Dios, y, al final, añadí:
―Lo mejor es que, de momento, no digas nada. Espera a qué Belén haga la Primera Comunión y lo celebráis como Dios manda. Luego vas al médico otra vez con tu mujer y que le expliquen también a ella lo que te pasa.
―Pero no hago mi "segunda comunión", ¿verdad?
Me reí.
―¿Por qué no? Te confiesas primero, te compras un traje nuevo y haces ese regalo a tu hija.
Juan se confesó aquella misma mañana y empezó a rezar. Luego me contó que estaba tan contento que casi se le olvida lo de su enfermedad. Se compró un traje claro, como el que llevó en la Primera Comunión y recibió a Jesús con su hija un 16 de mayo. Lo sé por el recordatorio.
Volví a verle dos o tres meses más tarde. Vino de nuevo a casa con Belén ―que, por cierto, me regaló el recordatorio― y con su madre.
Yo los veía contentos, y Juan estaba un poco más delgado, pero tenía buen color y lucía una sonrisa de oreja a oreja.
―Queremos pedirle disculpas ―comenzó Laura― por no haber venido antes. Además teníamos que haberle invitado a la primera Comunión de Belén…
―…y a la segunda de papá ―interrumpió la niña―.
―Pero es que tenemos una noticia superbuena; la enfermedad de Juan no es la que pensaban, sino otra parecida (me dijeron un nombre, que no recuerdo) que tiene tratamiento y, aunque no se cura del todo, vivirá muchíiiiiisimos años.
―Bueno ―añadió Belén―; Jesús no nos iba a hacer esa faena. Yo le dije que hiciese lo posible para que papá se confesara y recibiera la segunda Comunión. Y, claro, tuvo que darle un susto, pero sólo un susto. A que tenía que haber encargado un recordatorio como el mío…
―No te preocupes ―contesté―. Me parece que tu padre no necesitará una estampa para acordarse de ese día…



Y colorín colorado. Palabra que todo es verdad.


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