Tuesday, February 26, 2013







Noes un jefe de Estado que abdica en un sucesor ni un presidente de gobierno al que hayan vencido en las urnas. Cuando tomó posesión de su carga (he escrito “carga”, sí) él pensaba que permanecería al frente de la Iglesia el resto de su vida. Sabía que debía ser el padre común de millones de personas, y comprendió que esa paternidad era real; la recibía como un don de Dios, una gracia del cielo que le ensanchaba el corazón para que todos los cristianos cupiesen en él.
Ha ejercido su ministerio abnegadamente. Se ha entregado a todos y nos ha ganado con su sonrisa humilde y un tanto tímida, su magisterio lúcido y claro, su generosidad en el afecto y su fortaleza en el gobierno de la Iglesia. Tuvo que relevar a un santo que nos dejó huérfanos con su muerte; pero consiguió que no lo echáramos de menos. El corazón de aquel gran Papa seguía latiendo en el pecho de su sucesor.
Ahora “renuncia” a su ministerio; se va. Cuando conocimos la noticia muchos pensamos que los padres no dimiten jamás, y quizá nos sentimos un poco defraudados. Lo reconozco; esa fue mi primera reacción.
Hoy, al pensar en el queridísimo Benedicto XVI, me lo imagino recogiendo sus cosas personales, haciendo la maleta para un viaje sin retorno. Tal vez se asome a la ventana, procurando no ser visto, para contemplar por última vez la plaza de San Pedro. Quizá ya no reprima las lágrimas.
Algo se muere en el alma cuando un amigo se va. Se lo cantamos tantas veces a Juan Pablo II, y rematábamos la copla con aquel no te vayas todavía, no te vayas por favor…
“Sede vacante”. ¿Se quedará vacante también su corazón de padre?
No. Los dones de Dios son irrevocables. Es cierto que algo se muere en mi alma con la marcha del amigo; pero en el pequeño convento de clausura donde vivirá el Papa, caben millones de corazones, el mío también. Benedicto XVI no ha renunciado a ser padre.

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