Querido Neil Armstrong*
Quizá no lo recuerdes, pero nos conocimos en la luna el 20 de julio de 1969. No puedo olvidar la fecha por dos razones: la primera, porque yo estaba haciendo un retiro como preparación para mi inminente ordenación sacerdotal; la segunda, porque era mi cumpleaños.
A las dos de la madrugada de aquel caluroso día, un jovencito de flequillo oscilante y voz grave que se llamaba Jesús Hermida retransmitía desde la NASA, a través de una tele en blanco y gris, lo que estaba ocurriendo en los arrabales de la luna y en Cabo Cañaveral. Como en Madrid, el cielo estaba limpio, yo preferí asomarme a la ventana para verlo todo en color y sin interferencias.
Allí estaba ella: la luna en cuarto creciente me invitaba a cabalgar sobre sus cuernos de oro. No pude resistir la tentación. Lancé una soga al espacio y logré engancharla en el cuerno inferior. Trepé hasta lo más alto a las dos y media en punto, con tiempo suficiente para ver cómo descendía tu cápsula espacial en el Mar de la Tranquilidad.
De acuerdo; el paisaje era decepcionante, pero ni tú ni yo dijimos nada. Tú habías preparado una frase breve y rotunda para que resonara con claridad en el mundo entero. Adelantaste la pierna derecha y cuando tu enorme bota pisó por primera vez el polvo de la luna, la pronunciaste en voz alta, clara y solemne:
―"Es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad".
No estuvo mal. Yo la habría adornado un poco, pero comprendo que no era el mejor momento para hacer poesía.
“Un gran salto para la humanidad” ¿Por qué ahora, cuando repito estas palabras, me entra un ramalazo de melancolía? ¿No tienes la impresión, querido comandante, de que los pueblos han perdido la ilusión de la aventura, de los grandes retos colectivos?
En 1922, cuando preguntaron a George Mallory por qué quería escalar el Everest, él se limitó a contestar: “porque está ahí". Quizá el Presidente Kennedy habría respondido lo mismo cuando prometió al mundo que el hombre pisaría la luna antes de que acabara la década de los 60.
La luna estaba allí y había que conquistarla porque era hermosa y porque nos llamaba. También porque había que vencer a la otra gran potencia en una singular carrera. Es cierto que el ganador tal vez recibiría beneficios económicos o estratégicos, pero nadie pensaba en eso; al menos no sólo en eso. Pisar la luna era lo importante.
Es cierto que los tiempos han cambiado. Ya sabes que estamos en crisis y que éste no es momento de aventuras. Ahora lo que cuenta es el déficit, la prima de riesgo, el Ibex y el “qué hay de lo mío”. Los grandes proyectos integradores de los 60 y 70 se desmoronan por obra y desgracia de los egoísmos nacionales, nacionalistas o de clase. “¡Malos tiempos para la lírica!”, cantaban los chicos de la movida. Hoy son malos para la épica. La lírica del dinero sí que está en alza.¿Y los jóvenes? ¿También ellos se han contagiado?
Me temo que sí. Por eso la nueva evangelización a la que estamos llamados consistirá sobre todo en levantar barbillas para que los jóvenes miren hacia arriba como miraste tú. Qué no piensen en el beneficio inmediato; que no estudien sólo por las “salidas”, porque las carreras no tienen salidas, los hombres sí. Que no se obsesionen con la pasta. Que busquen y amen lo que nos hace humanos: el conocimiento de la verdad y el amor, es decir, la aventura siempre apasionante de “ser”, no de tener. Así cambiarán el mundo y conquistarán de nuevo las estrellas.
*Neil Armstrong (1930-2012), Wapakoneta, Ohio, USA, Comandante del Apolo XI, fue el primer hombre en pisar la luna. Todavía estamos esperando el segundo.