―¡Yaestán aquí! Han vuelto más belicosos y arrogantes que nunca. Lo han invadido todo. Se ha roto la paz conseguida con tanto esfuerzo. ¿Por qué no les hemos impedido el paso? ¿Por qué no hemos construido un muro protector como el de Berlín o un telón de acero como en los viejos tiempos de la guerra fría? ¿En qué piensa el Ayuntamiento? La ciudad otra vez está envuelta en el humo denso de la batalla. Suenan las bocinas de los invasores y nadie está a salvo.
―¿De quién hablas, amigo Kloster?
―¡De los veraneantes! ¿Es que no lo ves? Estábamos disfrutando tan ricamente de nuestro agosto madrileño, sin manifestaciones, sin políticos, sin fútbol… Hasta los controladores de la ORA se habían civilizado y casi no ponían multas. Sólo había una gran cola cordial y simpática; la de los que esperaban ver la exposición de Dalí. Ahora en cambio nos atacan las armas químicas de la contaminación. Huyen los vencejos...
Llora Kloster sin consuelo. Sólo repite una y otra vez:
―¿Por qué no se han quedado en la playa para siempre, para siempre…?
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