EnRiaza el otoño se resiste a entrar. El prado continúa verde, como si no le hubiese afectado la sequía del verano, y los árboles aún conservan todas sus hojas. Se diría que estamos en plena primavera, salvo por el silencio.
El silencio caracteriza el comienzo de la estación. Ya se marcharos las aves migratorias camino de África y aún no han llegado las que pasan el invierno con nosotros. Quedan los pájaros residentes del jardín: los verdecillos, mirlos, pinzones, pero parecen haberse puesto de acuerdo para no hacerse notar. Ni siquiera alborotan cuando sale el sol. Desayunan en silencio. Al mediodía echan la siesta.
Se está bien en esta casa. He venido con un grupo de hombres. Creo que se lo pasan bien con mis clases de Moral. Al menos no se duermen y muchos toman apuntes en sus aparatos electrónicos.
Cuando los veo, atentos, pendientes de cada una de mis palabras, me avergüenzo un poco aunque no se me note. Todos ellos podrían darme lecciones de mil materias que desconozco, pero no les importa “perder” una semana al año para tratar al Señor y convertirse en alumnos.
Al acabar la clase salimos al jardín en busca de cobertura para el móvil o para echar un pitillo. Se forma una pequeña cola con los que quieren preguntarme algo. La clase se convierte en paseo, y el paseo en tertulia.
De pronto oigo el silbido de un papamoscas cerrojillo.
―¿Se puede saber qué haces aquí todavía? Tus colegas ya se fueron hacia el Sur.
Pero el papamoscas no me escucha: se levanta de su posadero, vuela en círculo, caza un insecto y regresa al punto de partida para tomarse el aperitivo.
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