―Note preocupes, colega ―me dijo Kloster antes de salir hacia Molinoviejo―. Hemos tocado fondo y las cosas no pueden empeorar. Hemos tenido huracanes, aguaceros inmisericordes, nieve en todas sus modalidades. Y un frío insoportable en pleno mes de marzo.
Salí de casa a las cuatro de la tarde con un sol recién lavado y un calorcito picante que levantaba el ánimo. En lo alto del cielo había una nubecilla negra, sólo una, pequeña y en franca retirada.
Mi coche estaba a cien metros, ni uno más, palabra; los suficientes para que la nubecilla se pusiese brava sobre mi testa. Fue una granizada breve pero despiadada: sobre mi calavera, cada día más baldía, cayó kilo y medio de garbanzos congelados con fuerza y puntería increíbles. Corrí hacia el coche arrastrando la maleta mientras trataba de recordar algún texto de la Sagrada Escritura favorable al granizo. No; en el Trium puerorum no se le menciona expresamente.
Nada más entrar en el coche, el pedrisco se convirtió en agua. Kloster, a mi lado, sentenció:
―No te quejes, amigo. Todo es para bien. Al menos has aprendido una cosa: lo que sintió San Esteban cuando lo lapidaron.
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