Queridodon Jesús Urteaga:
Hace cuatro años le escribí una carta llena de recuerdos y añoranzas. Yo estaba en Molinoviejo, aquella casona cercana a Segovia que tan bien conoce, y acababa de enterarme de su fallecimiento. Inmediatamente fui al oratorio ―el antiguo oratorio que tantas veces hemos compartido― y recé un responso. Luego escribí en un folio limpio las tres primeras palabras de mi despedida: “querido don Jesús”. Como no pude mandarla al Cielo por correo ordinario, la entregué en Mundo Cristiano y me la admitieron a pesar de que desbordé mi página y llené la de enfrente.
Hoy, como ve, recurro a un e-mail algo más breve.
Querido Don Jesús, ¡cumplimos 50 años! ¿Se acuerda? Claro que sí, qué tontería: en el Cielo uno no necesita recordatorios. Y, además, ¿qué son 50 años vistos desde la perspectiva de la eternidad?
Hablo de nuestra revista, de Mundo Cristiano, que ha aguantado medio siglo contra todo pronóstico y sigue viva y joven como en1963.
¿Cómo fue capaz de meterse en este lío, don Jesús? Algo tuvo que ver probablemente el bueno de Javier Ayesta, un periodista joven, brillante y entusiasta, que trabajó con usted en el diseño y lanzamiento de los primeros números.
Usted era sólo un cura que empezaba a ser conocido gracias a la tele. Para mí, por supuesto era mucho más. Siempre pensé que era capaz de sacar a flote cualquier empresa por muy audaz y descabellada que pareciese. En Gaztelueta, cuando usted era el capellán y yo tenía 10 o 12 años ya me deslumbró con su portentosa imaginación que lo mismo le servía para mantenernos fosilizados en clase o en una plática que para organizar una fiesta en la que participara todo el colegio.
Yo pensaba entonces que no había en el mundo otro cura como el mío. Usted me enseñó que se puede ser soñador sin ser utópico; que Dios también sueña y confía en que nosotros hagamos caminar en la tierra esos sueños divinos. Su vida de sacerdote no tuvo otro propósito. Y puso en pie proyectos grandes, ambiciosos. Aprendió a dirigir almas, a encauzar las vidas de aquellos críos del cole, siendo amigo de cada uno sin dejar de ser exigente y animoso. Tanta sabiduría desplegó en aquellos años que cientos de curas aprendimos de usted. Yo, al menos, le he imitado descaradamente.
Cuando dejó el colegio y lo contrataron en la tele, ¿quién podría dudar de que triunfaría? Ahora dirían que fue usted un “cura mediático”. Y lo fue, a fuerza de ser sacerdote a jornada completa.
Y, por fin, “Mundo Cristiano”.
Yo estaba en Sevilla a punto de terminar la carrera de Derecho cuando vi el primer número en un quiosco cerca de la calle Sierpes. Cogí un ejemplar y mientras lo ojeaba, la vendedora me informó:
―Es la revista del curita de la tele… ¿Lo conoces?
―Sí ―respondí―. Desde chico. ¿Y se vende?
―Una jartá…
Hasta el último año de su vida siguió siendo el alma de la empresa. Yo le recuerdo ahora en pie, con los papeles sobre un mostrador, como un capitán en su puesto de mando. Fue perdiendo facultades y usted lo sabía. Cuando no estuvo en condiciones de dirigir ni de aportar ideas a la empresa, delegó sus responsabilidades, pero nunca su entusiasmo. No pudimos ni quisimos dejarlo marchar.
Al final se limitó casi a corregir erratas. Con un boli en la mano derecha y las pruebas de imprenta en la izquierda, no se le escapaba ni una.
Usted había aprendido de San Josemaría Escrivá ―y nos lo predicó muchas veces― que la magnanimidad no se vive sólo elevando edificios gigantescos, sino, sobre todo, “haciendo grandes por el amor los pequeños servicios de cada día”.
Fue su última lección. Y nunca me pareció más grande que entonces.
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