Tuesday, July 23, 2013

He aquí un refrito. Escribí este artículo en MC hace diez o doce años. Hace unos días oí a un orondo y sudoroso ciudadano de mi pueblo que estaba "harto de los hombres del tiempo" y recordé entonces haber dedicado unas líneas a esta historia. Nunca las había colgado en el globo.


Essabido que la mayor parte de los adolescentes son de natural quejicas. Lo comenté con Elena, que anda rondando los 19, y aunque se puso hecha una fiera, acabó por darme la razón.
La tribu Danone —mi querida tribu, de la que tanto he hablado en esta página― tiende al lloriqueo y a la melancolía. Lo malo es que la epidemia quejumbrosa ha alcanzado de lleno a los adultos tal vez porque la adolescencia se prolonga.
Veamos algunos ejemplos:
Una cadena de radio ha habilitado un “protestador automático” para que los irritados oyentes vociferen sus quejas por teléfono. Apostaría un brazo de cualquiera de mis lectores a que el éxito ha sido clamoroso: necesitábamos algo así para descargar adrenalina periódicamente.
—¿Y usted de qué está harto?, preguntaba otra imaginativa locutora.
En este caso las respuestas se recogían en directo: “estoy harta de los que sacan a pasear el perro por mi calle y lo dejan todo asqueroso”. “Estoy harta de la vecina del quinto, que tiende la ropa encima de mi tendedero”. “Estoy harto de la campaña antitabaco”. “Estoy harto del humo”. “Pues yo estoy harto de los niños del vecino del quinto, que se mean en el ascen­sor”.
Por un momento estuve tentado de telefonear a la emisora para decir que yo también estaba harto de tanta hartura, pero me contuve a tiempo. Tampoco se trataba de que la presentadora acabara harta de mí por estropearle la idea.
Hoy he puesto la radio del coche a esa hora temprana en que florecen las tertulias-gallinero. Como es lunes, los contertulios andan más irrita­dos que de costumbre, y uno de ellos, que acaba de regresar de vacaciones (“su mere­cido descanso” las llama), se queja de los atascos en la autovía de Valencia, y da por supuesto que la culpa es del gobierno, que no planea las cosas para que un millón de madrileños pueda salir a la vez del mismo semáforo, por la misma carretera.
El tema encuentra eco inmediato en los demás, que se unen enardecidos a las quejas del colega.
Cambio de emisora. Una corresponsal se lamenta de que el servicio meteorológico no acertara en sus pronósticos sobre la gota fría.
—¡Dijeron que caerían entre 30 y 60 litros, y cayeron 200!, clama indignada.
Los italianos dicen lo mismo, pero con más gracia: Piove?: governo ladro!
A continuación otro prestigioso periodista dice estar harto (emplea otra expresión) de que algunos obispos no piensen como él, lo cual los convierte en seres intolerantes. Luego llega el llamado “turno de los oyentes”…, y, como sigue siendo lunes, para qué os voy a contar.
Todo esto se veía venir: el virus del pavo, que hasta ahora se nos antojaba exclusivo de una edad, ha mutado y se ha hecho contagioso. La adolescencia se transmite de forma galopante entre los adultos y se ha convertido en epidemia.
Durante las últimas décadas hemos vivido arropados por un Estado paterno y materno, superprotector y empalagoso, que nos llenó de juguetes, de mimos y de derechos (reales o imaginarios) hasta hacernos creer que éramos los reyes y los pichurrines de la casa. Nació así, según la acertada expresión de H. Kloster, la generación das Recht um glücklich zu sein, o “del derecho a ser feliz”, una tribu de adultos inmaduros que va por el mundo exigiendo lo imposible y quejándose hasta de sus propias indigestiones.
Creo que ya hablamos de esto hace un par de meses; pero hoy he querido volver sobre el tema después de leer hace algunas semanas en La Vanguardia una entrevista con un catalán ex millonario, ex directivo de banca y ex agnóstico, que un día decidió dejarlo todo para irse a trabajar en la India con la Madre Teresa de Calcuta.
Decía el entrevistado que necesitaba un milagro para creer en Dios, y lo encontró en el amor de aquellas monjas por los enfermos. Luego hace balance de lo ganado y de lo perdido en su aventura: “En realidad tenía 8.000 necesidades y cubría 7.950. Siempre me faltaba satisfacer 50 para sentirme plenamente feliz. Ahora tengo tres necesidades y cubro las tres”.
A punto de mandar este artículo, entra en mi despacho Luis, que es quejica por edad y por afición. Le enseño la entrevista de La Vanguardia, y dejo que la lea con detenimiento.
―¿Qué opinas?
―Jo… ―responde lacónicamente―.
―Yo pienso lo mismo ―le contesto―.
 
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