Thursday, July 25, 2013


No he publicado tu comentario, amigo “ateniense” porque, como tú mismo dices, era “provocativo”, y en este globo no nos gustan las provocaciones.
 
Sin embargo te haces una pregunta justa, la misma que está en la mente y quizá en la boca de casi todos: el Señor “se ha llevado” de golpe casi a un centenar de hijos suyos que iban a celebrar la fiesta de Santiago. Después de ver las imágenes tremendas del accidente, ¿podemos seguir diciendo que “Dios es Amor”?.
 
No voy a escribir aquí un tratado sobre la cuestión. Sólo haré unas breves consideraciones:
 
Si Dios no existiera, este mundo, en efecto, sería absurdo; ninguna tragedia tendría sentido. Lo diré con palabras de Benedicto XVI: “sin Dios, viviríamos en un lugar muy peligroso. Con Él, aunque a veces no le entendamos, sabemos que siempre caemos en sus manos”.
 
Ha sido una gran calamidad, pero especialmente para los parientes y amigos de los fallecidos. Para los muertos, quizá no. Hay otra vida mucho más plena y feliz que la que han dejado. Gracias a ella, y por la misericordia de Dios, podemos vislumbrar algo del misterio del dolor y la muerte.
 
Ahora mismo, en cientos de lugares de este Planeta están ocurriendo tragedias semejantes y aun más graves, que duelen mucho menos: miles de muertos de hambre, huracanes que asolan una región… La prensa, la televisión y la radio nos lo cuentan fríamente, como una noticia más; pero para Dios todos somos iguales. Y Él “se lleva a sus hijos” (cito tus palabras, ateniense) a una vida nueva, realmente gloriosa, donde “no hay muerte, ni llanto, ni dolor”.
 
En el Evangelio de la Misa de hoy, Jesús pregunta a Santiago y a Juan, que aspiraban a tener un puesto de privilegio  en el Reino del Cielo: “¿seréis capaces de beber el cáliz que yo voy a beber?”; o, con otras palabras, “¿seréis capaces de pasar por la Cruz, aunque no la entendáis, aunque sea más injusta que cualquier catástrofe humana?
 
—Ellos contestaron que, sí; que serían capaces; pero es evidente que sin fe en Dios, nadie podría abrazar esa Cruz.
 
Pero el misterio persiste. Y cuando preguntamos al Señor cuál es el sentido del dolor, no responde; hace algo aún más desconcertante: se pone a nuestro lado con la cruz sobre sus hombros. Y entendemos que todo aquel que padece, quiera o no quiera, tendrá siempre como compañero de sufrimiento al mismo Jesús. Y, como el buen ladrón, podremos gritarle:
 
—¡Somos colegas; padecemos la misma pena. Acuérdate de mí cuando llegues a tu casa!
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