Saturday, July 13, 2013



Hoy, festividad de San Enrique II, Emperador de Alemania, consorte de Santa Cunegunda y sucesor de Enrique I “el pajarero”, he tratado de adelantarme a la felicitación de nuestro poeta y amigo E. García-Máiquez mandándole un mensaje nada más encender el ordenador. Lo escribí deprisa, pero me detuve dos minutos para redactar una cuarteta un tanto impertinente sobre el santo del día. Ése fue mi error. Hice clic en el botón de “enviar” y en el mismo instante aparecía en mi buzón la felicitación de mi tocayo. Nuestros mensajes se habían cruzado en el aire.
El incidente me trajo a la mente un arduo problema: ¿dónde se cruzaron en realidad nuestros volátiles correos? ¿A la altura de Sevilla? ¿En Ciudad Real? El asunto es importante. Se trata de saber qué mensaje salió primero.
Y por seguir con la cuestión, ¿en qué bosque se pierden las llamadas perdidas? ¿En qué frontón rebotan los mensajes rechazados? ¿Está el éter repleto de saludos extraviados, de pésames sin difunto, de poemas de amor sin amada o sin amado?
Y cuando las llamadas pasan por una centralita y se quedan colgadas por ahí, entre la telefonista y tú, ¿dónde se queda la voz del que llama? Yo suelo mirar al techo por si la veo aparecer.
Hace algún tiempo se cortó una llamada de mi sobrina y no hubo forma de recuperarla. Se conoce que su voz se quedó vagando por la Meseta. Al fin colgué el teléfono y en ese instante apareció un gorrión hembra en mi ventana. Abrió el pico y dijo algo que no entendí del todo; pero era evidente que se trataba de la voz perdida de Susana.

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