Probablemente sea la imagen más conocida de Mombasa. ¿A quién se le habrá ocurrido clavar ese poste en el centro?
No sé qué ha ocurrido con mis mendigos. Me he acercado por su territorio y no está ninguno, Ni siquiera pollofrito, que rara vez abandona su puesto de ojeador. En cambio hay una rumana jovencita que dice unas mentiras muy gordas con tal de sacar un euro, y Karani, un keniano, flaco y fibroso como un lobo, que luce una elegante perilla y no tiene aspecto de llevar mucho tiempo en este oficio.
―¿De dónde eres?
―De Mombasa.
―Y eres kikuyu.
―Sí. ¿Conoces tribus de África?
Le digo que conozco algo de Kenya, lo suficiente para distinguir a un kikuyu de un lúo, pero que, sobre todo, me gustan de las aves de su país.
El tipo sabe algo de pájaros, pero nunca ha estado en el lago Nekuru, donde vive la colonia más numerosa de flamencos de este planeta. Karani no los ha visto nunca, pero sabe que hay millones y que son rojos. Los llama con un extraño nombre africano, que no puedo recordar.
―Y tu nombre ¿qué significa?
―Alguien que no está de acuerdo y protesta… No sé.
Karani me mira con afecto. Dice que hoy necesita algo para comer, pero que muy pronto va a trabajar con un amigo en “comprar y vender”. Por último me informa de que también tiene nombre cristiano ―Ignacio―, porque le bautizaron de pequeño.
―¿Y sabes que mañana es tu santo?
Terminamos hablando de San Ignacio de Loyola, del Papa Francisco y de algo más.
A Karani le tiembla la perilla cuando recuerda a sus padres, que viven en una pequeña aldea de nombre impronunciable.
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