Soyun héroe. Está anocheciendo y aún no me he consumido por completo. Los que me conocen saben que, cuando el termómetro supera los treinta y cinco grados centígrados, mis neuronas se derriten, mis articulaciones chirrían y mi organismo entero pasa al estado vegetal. Me convierto en cactus de espinas venenosas y agresivas o en una planta carnívora según los días.
Salgo de casa nada más desayunar. 29 grados. Pongo el aire acondicionado del coche y el termómetro se desploma hasta los 19. En ruta hacia “El Cristo de Ayala” preparo las dos meditaciones del retiro que voy a predicar. Hablaré de la Humanidad Santísima de Cristo y de la Iglesia. Decido comentar el pasaje de la resurrección de Lázaro y me pregunto si Lázaro estaría fresco dentro de la tumba. Me digo que no tengo que obsesionarme; el calor es psicológico.
En la iglesia todo está a punto. Hay muchas mujeres; bastantes más de las que me esperaba. Comienzo a predicar, y compruebo que las últimas empiezan a acercarse hacia las primeras filas. No es entusiasmo; es que no se me oye. Alguien ajusta el sonido en la sacristía, y yo me acerco al micrófono a la boca hasta comérmelo. De pronto se me ocurre que tiene forma de helado. Trato de no pensar en eso y continúo con mi tema. Es todo psicológico.
Al acabar el retiro, salgo al horno de la calle Ayala y una señora que pasa por allí me asalta:
―¿Me permite, padre?
Inclino la cabeza para oírla mejor y me planta un beso rotundo y sonoro en mi poderoso moflete izquierdo. Luego me pide disculpas y dice que ella “no es del Opus”, pero que a lo mejor “se hace más adelante, cuando tenga tiempo”.
El termómetro de Serrano marca 41 grados, pero un mendigo senegalés que vende pañuelos de papel, me dice que “aquí no sabéis qué es calor”. Le doy medio euro.
Casi grito al entrar en el coche. El volante quema como un infiernillo incandescente. Con la puerta abierta enciendo el aire acondicionado y espero. El senegalés, que me ha visto, se acerca riéndose a carcajadas y me toma el pelo mientras canta algo incomprensible.
La segunda ducha fría me pone a punto para entrar en un confesonario ajeno. Veo que su inquilino habitual ha dejado un paipái azul para uso del cura-okupa. Hace tanto calor que no comprendo cómo no ha ardido ya la estructura del confesonario. Me sorprende comprobar que no sudo: las gotas se evaporan antes de nacer.
De nuevo en casa, me entero de que ha fallecido una antigua alumna de Aldeafuente. No la conocía. Se llamaba Susana y, al parecer, no acabó en el colegio. Rezo un responso por ella, antes de la tercera ducha del día.
Comienza a llover. Caen unas gotas enormes de agua tibia ―quince o veinte en total, las he contado― que se evaporan al entrar en contacto con las baldosas del jardín. El termómetro de mi ventana dice que 38 grados.
¿Dónde se habrán metido los pájaros? En todo el día sólo he visto vencejos en vuelo y una tórtola turca. ¿A qué esperamos para dar un premio Nobel al inventor del aire acondicionado?
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