Los meteorólogos de mi tierra alertan a la ciudadanía de la llegada de olas gigantes a las costas del País Vasco. Para curarse en salud han cerrado los accesos a la Playa de Ereaga y aconsejan imperativamente al personal que nadie se acerque al paseo marítimo.
Comprendo que soy un insensato, pero a punto he estado de desoír los consejos maternales de las autoridades. Las olas de 6 o 7 metros de altura son un fenómeno bellísimo de la naturaleza, y a uno le traen recuerdos inolvidables de los años 50.
Tendría yo 13 o 14 años cuando nos acercamos al muelle un grupo de chavales del colegio en plena galerna, en la época de las mareas vivas. Un tipo se había encaramado en lo alto de uno de los bloques donde rompen las olas y puesto en pie gritaba:
--¡No abandonaré mi buque aunque tenga que hundirme con él!
La marea no paraba de subir y las olas eran cada vez más altas. El sujeto estuvo a punto de ser engullido por la mar en varias ocasiones. ¡Cómo disfrutamos los miserables adolescentes esperando un trágico desenlace!
--¿Y qué pasó?
--Lamentablemente nada. Llegó la guardia civil y lo rescató. El intrépido capitán estaba empapado por fuera y por dentro. Tenía una borrachera colosal.
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