Como sabéis los habituales del globo, he empezado una nueva sección en Mundo Cristiano titulada "no hay mail que por bien no venga". Reproduzco a continuación el artículo de febrero.
Querido Juan Pablo I:
Siempre me tiembla la pluma cuando debo escribir a grandes personajes. No resulta fácil conjugar el “vuecencia”, “vuestra ilustrísima” y no digamos nada “vuestra santidad”. Así que, queridísimo Padre, permítame que le apee el tratamiento y me quede con el “usted”.
Envío este mensaje al Cielo, y utilizo el correo electrónico porque es seguro que todos los bienaventurados tienen cobertura, y a mí me urge pedirle licencia y perdón. Licencia para apropiarme de un género literario que le pertenece y perdón por destrozarlo desde esta página.
Usted, Padre Santo, publicó un libro lleno de ternura, sabiduría y buen humor, titulado Illustrissimi, “Ilustrísimos Señores”, en castellano. Se trataba de un conjunto de cartas dirigidas a todo tipo de personajes, con los que dialogaba sobre mil asuntos. Santa Teresa de Jesús, Pinocho, Fígaro, el Rey David, y otros muchos fueron sus privilegiados interlocutores. Al final, incluso se atrevió a escribir una carta a Jesús.
Durante años he tenido ese libro en la mesilla de noche, y he pensado que yo también podría escribir a otros personajes para charlar con ellos de cosas de Dios.
Al fin me he decidido. Ya no me importa que me comparen con usted ni que me acusen, con justicia, de plagiario. Tampoco me preocupa que constaten hasta qué punto mi ingenio está muy lejos de su sabiduría. Usted tuvo la ciencia de los santos, la sapientia cordis, que se manifestaba en un sentido del humor lleno de ternura, que a nadie ofendía, pero era capaz de conmover y devolver la sonrisa a los tristes de este mundo.
Por todo eso, Santidad, le pido perdón. A lo largo de los próximos meses escribiré a Harry Potter, a Neil Armstrong, a Telmo Zarra y a gente así. No les enviaré cartas de papel, sino e-mails. El correo electrónico tiene muchas ventajas. Claro que también presenta inconvenientes.
Entre los inconvenientes, el más importante es que nos está haciendo perder el gusto por la palabra. ¡Si viera los mensajes que recibo cada día en mi correo! La ortografía produce calambre en las pupilas del lector; las palabras se comprimen hasta formar vocablos impronunciables que parecen venidos de Marte; la sintaxis es tartamuda… Nada que ver con las viejas, primorosas, aunque cursis, cartas de amor o con las que mandábamos a la familia cuando estábamos lejos.
Usted, Santo Padre, amaba su idioma y lo trabajaba como un humilde artesano del lenguaje. Nunca pretendió adornarse con palabras; no se recreaba en cada frase ni trataba de deslumbrar con ingeniosos retruécanos. Únicamente pretendía llegar con la belleza de los vocablos corrientes al corazón y a la inteligencia del lector corriente para acercarlo a Dios.
¡Qué difícil es eso! Algunas veces tengo la impresión de que los sacerdotes usamos unas palabras para hablar de fútbol o para comprar fruta en el mercado, y otras muy distintas para nuestros sermones, homilías o cartas pastorales. ¿Cuándo comprenderemos, por ejemplo, que la palabra “gozo” suena siempre con música de órgano porque ya no existe en el castellano de la calle? ¿Por qué nos empeñamos en insertar largas y tediosas subordinadas en vez de decir “una cosa detrás de otra”, como pedía mi maestro Azorín? ¿Y esa sorprendente erudición que nos lleva a hablar de “kerigmas”, “kénosis” y “epíclesis” a los adormecidos fieles que no saben de qué va la cosa?
El Papa actual, uno de los hombres más cultos de este siglo, habla y escribe con la claridad de un maestro. Nunca ha necesitado de esa facundia clerical. Y Juan Pablo II, tampoco.
Ahora hemos sido convocados para una nueva evangelización, y sé muy bien que el lenguaje no es lo más importante. Será el Espíritu Santo quien mueva los corazones; pero supongo que habrá que echarle una mano. Por eso me atrevo a rogarle, Santidad, que interceda ante el Señor para que nos mande un ángel corrector de estilo que limpie la prosa de los predicadores. Es preciso conseguir que sus palabras expresen la verdad, pero también la belleza de nuestro Dios.
Con todo el afecto y la veneración de su hijo
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