Molinoviejo me recibe con un cielo azul que se va poblando de estrellas a partir de las 7 de la tarde, y un frío seco, estimulante, que me cura el catarro de golpe, sin más trámites.
Otoñean los árboles del jardín. Hay hojas de oro puro, que parecen de fiesta, y hojas bronceadas que esperan la llegada de una brisa compasiva que las deposite en el suelo. La gama de los verdes es infinita, y como hay pocos pájaros, cada uno de ellos se constituye en rey de su pequeño territorio.
He venido a predicar un curso de retiro ―uno más― a veintisiete numerarias auxiliares. Comienzo, como siempre, a las diez de la noche.
Hemos hablado de Zaqueo, aquel publicano pequeñajo que no tuvo inconveniente en hacer el ridículo subiéndose a un árbol, a pesar de ser un personaje importante en Jericó, para ver a Jesús que pasaba. Ésa es una buena actitud al comienzo de un retiro: salir de la multitud, asomar la nariz entre la gente o subirse a una farola para que el Señor nos llame por nuestro nombre como a Zaqueo, y charlar con él a solas, invitarle a nuestra casa y correr el riesgo de que se nos ocurra renunciar a todo lo que nos impide ser felices.
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