Havuelto la nieve a Molinoviejo y se ha ido a las pocas horas. En el jardín quedan algunas placas de hielo escondidas bajo las hojas del otoño. Vuelve a bajar el termómetro. Hoy hemos llegado a los 4 grados de máxima y todo hace pensar que esta noche se congelarán hasta las estrellas.
Son las 6,30 de la tarde y tengo un rato libre entre meditación y meditación. Me está costando predicar este curso de retiro. El oratorio es muy grande y, cuando hablo desde el presbiterio, apenas veo las caras de las asistentes. Noto su presencia a lo lejos, pero me gustaría poder mirarlas a los ojos y acompañarlas en la oración.
Luego, al margen del Sacramento de la Penitencia, hablo con cada una de forma más prolongada y voy cargando en la mochila historias, imágenes, penas, alegrías, miedos, esperanzas...
Intento encontrar las palabras justas para dar un consejo, pero quizá no sea tan importante.
―Me ha venido muy bien lo que usted ha dicho antes en la meditación ―asegura una―.
Trato de recordar cuándo he dicho aquello. Y, sí, es posible que algo parecido haya salido de mi boca, pero es evidente que Dios habla a cada una en su idioma, consuela y cura las heridas con palabras prestadas por un cura que apenas sabe lo que dice.
Son las diez de la noche. Estoy solo en la casa antigua. El termómetro de mi ventana marca cero grados. Salgo al jardín con abrigo, bastón y prismáticos. La luna agoniza desde hace unos días. Hoy apenas nos enseña un borde menguante que pronto desaparecerá entre un racimo de estrellas temblorosas.
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