QueridosMelchor, Gaspar y Baltasar:
Como sabéis (vosotros lo sabéis todo) el mes pasado escribí un e-mail a Papá Noel y lo puse a caldo. Le llamé intruso y gordinflón, y me quedé corto; pero no me arrepiento: difícilmente puede sentirse ofendido quien no ha existido jamás.
Vosotros, en cambio, sí que sois reales. Os vi por primera vez en mi casa hace mucho tiempo, cuando yo tenía solo dos años y estaba en brazos de mi madre. Apareciste tú, Melchor, con barba blanca y corona de oro. No olvidaré tu mirada: tenías unos ojos claros, azules como el mar, igualitos a los de mi padre. Por eso me equivoqué y te llamé “papá”, mientras mi hermano mayor te miraba boquiabierto deslumbrado por la majestad de tu realeza.
Te pido perdón ahora, querido Melchor, por haber pensado que eras mi padre disfrazado. Enseguida me explicaron que yo estaba confundido, y desde entonces no me fallasteis nunca. Todos los años os escribía una carta llena de peticiones, y el día 6 de enero por la mañana mi fe en vosotros recibía su inmerecida recompensa.
Es cierto que pasé por una etapa de incredulidad y escepticismo. La vida tiene estas cosas. Dejé de escribiros quizá porque no me gustaba nada ese permanente chantaje de tener que portarme bien para que no me pusierais carbón. Así que me limité a esperar que mis padres dejasen algo la noche de Epifanía. Como también ellos habían perdido la fe en vosotros, se resignaron a ocupar vuestro lugar haciendo de Reyes Magos todos los eneros de su vida.
¿Cuándo recuperé la fe de mi infancia? Fue un largo proceso que empezó un mes de octubre ya muy lejano, el día que cambié de colegio y fui por primera vez a Gaztelueta.
En el pequeño oratorio de mi nuevo cole había una pintura enorme que representaba la adoración de los Magos en Belén. Debajo, en el mismo altar, podía leerse: Vidimus stellam eius in Oriente et venimus cum muneribus adorare Dominum. Yo no entendí casi nada de aquella extraña inscripción, pero el profesor que me acompañaba me la tradujo: “hemos visto su estrella en Oriente y venimos con regalos para adorar al Señor”.
Así que ya entonces llevabais regalos. A lo mejor fue sólo el comienzo, me dije. A Jesús le disteis oro, incienso y mirra, según el Evangelio. El incienso y la mirra no son precisamente un juguete divertido para un niño, pero el oro seguro que le vino bien a San José para poner en marcha su taller en Egipto, cuando salieron huyendo Herodes.
No mucho después de aquella experiencia, hablé con mi profe de latín, que era croata y se llamaba Wladimir Vince. Él también venía de Oriente y sabía de estrellas y de viajes por el desierto. Me explicó que vosotros, los Reyes Magos, encontrasteis en el Cielo más que una estrella, un tesoro. Estaba allí en lo alto. Cualquiera podría haberlo descubierto, pero la gente suele ir con la vista demasiado baja, quizá por miedo a tropezarse con las farolas, y ha perdido la costumbre de mirar a las luces que brillan en el firmamento. Vosotros en cambio “visteis” la estrella, os la apropiasteis y la convertisteis en un regalo más.
―¿Un regalo?
―Sí ―me respondió―. Los Reyes Magos llevan una estrella en su equipaje. Ése es su mejor regalo con tal de que quieras recibirlo. Si estás dispuesto, descubrirás que también es tu estrella y que vale la pena ir tras ella.
―¿Y dónde está esa estrella?
―Tienes que levantar la barbilla y el corazón. La barbilla para verla bien y el corazón para empezar a caminar.
Aquel día os escribí una carta que decía más o menos: “queridos reyes Magos; este año me he portado regular, pero os pido que me traigáis una estrella como la que visteis en Oriente y me deis fuerza para seguirla sin miedo hasta Belén.”
Y hoy, cuando comienza el año 2014, añadiré una postdata: “Melchor, Gaspar, Baltasar…, porfa, a ver si levantáis muchas barbillas para que haya cientos, miles de aventureros en este mundo, que vean vuestra estrella y la sigan. Lo necesita la Iglesia y este planeta errante que parece ir dando tumbos sin rumbo fijo.
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