Mañana se sortea el Gordo. Aunque lo más probable es que nos toque el flaco, media España aguarda expectante con sus décimos en la mano. Los niños y niñas de San Ildefonso hacen gárgaras para que su voz suene más limpia y poderosa por todas las radios y televisiones. Hasta hoy mismo continúan las colas en las administraciones de lotería. Por el momento sólo ha llegado el invierno.
Tenía razón aquel viejo anuncio de la tele: La Navidad es el mejor regalo. Mejor que el gordo, sí. Y todos los años toca.
Yo hoy sólo repetiré algo que escribí hace ya mucho tiempo:
"La Navidad no es un aniversario, ni un recuerdo. Tampoco es sólo un sentimiento. Es el día en que Dios pone un belén en cada alma. A nosotros sólo nos pide que le reservemos un rincón limpio; que nos lavemos las orejas para oír el villancico de los ángeles en la Nochebuena; que nos quitemos la roña acumulada, acudiendo al estupendo detergente de la Penitencia; que abramos las ventanas y miremos al Cielo por si pasaran de nuevo los Magos; que son verdad, que existen, y vienen siguiendo la estrella de entonces, camino del mismo portal."
Celebradla por todo lo alto. Que la alegría de la venida de Jesús se note por fuera y por dentro. No tengamos miedo a estar alegres. Los gruñones, nubenegras, pesimistas y aguafiestas que callen al menos por una noche.
Ahora os dejo con un texto del Papa Francisco y con un dibujo.
Los libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la salvación, que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se dirige al Mesías esperado saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la alegría, acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a los habitantes de Sión a recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y de júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero para los demás: «Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (49,13).
Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar vítores al Rey que llega «pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y victorioso!» (9,9).
Pero quizás la invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías, quien nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de vida releer este texto: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (3,17).
Es la alegría que se vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!
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